En 1999, un grupo de países cedieron su soberanía monetaria al Banco Central Europeo y adoptaron
el euro como moneda común. Con ello se pretendía profundizar en la
integración económica, convirtiendo Europa en un coloso capaz de
competir con EEUU y Japón, a través de una moneda fuerte frente al
dólar americano y la libra británica. Efectivamente, España cedía soberanía a cambio de un futuro ilusionante y esperanzador, que nos
haría progresar como país y contribuiría a la convergencia
europea.
Sin embargo, catorce años después y
siendo la crisis económica el gran detonante, el sueño económico
europeo se derrumba por su propio peso. En un contexto donde los
movimientos euroescépticos se incrementan, la ciudadanía de los
Estados miembros se distancia de las instituciones europeas. La
crisis, el primer gran embate sufrido por la Unión Europea nacida
del Tratado de Maastricht, ha puesto de manifiesto los defectos
originarios de la unión: una superestructura construida sobre
pilares endebles y distante de ser una verdadera unión política y
económica, existiendo serios desajustes en la consecución
equilibrada de sus objetivos.
A semejante déficit estructural se une
la mejorable gestión de la dirección europea frente a la crisis
económica, ya que mientras otras grandes potencias económicas se
recuperan, la Eurozona continúa estancada y hundiéndose en la
fangosa recesión. Los países europeos mediterráneos, los llamados
PIGS, no son los únicos que atraviesan dificultades: Estados
económicamente potentes como Francia y Alemania empiezan a presentar
síntomas de agotamiento. En este sentido, muchos reclaman la puesta
en marcha de alternativas frente a la estricta austeridad, políticas
que conduzcan al crecimiento.
El Gobierno esgrime que su política
fiscal está condicionada por las exigencias de Bruselas y el
maquillaje contable de los socialistas. Esto les ha obligado a
incumplir sistemáticamente su programa electoral; son las
circunstancias las que supuestamente obligan al Gobierno a recortar
servicios sociales, subir impuestos y engañar a votantes y
ciudadanía. El objetivo de déficit y el saneamiento de las cuentas
públicas son los escudos esgrimidos por el Gobierno de Mariano Rajoy
para traicionar las ideas liberales y poner en marcha unas políticas
al servicio de la insuficiente austeridad.
Ciertamente la UE establece
determinados objetivos en el marco de sus reglas económicas
fundacionales: el equilibrio presupuestario, el saneamiento de las
cuentas públicas y el mantenimiento de niveles bajos de déficit e
inflación; pero no indica a los Estados miembros cómo han de
alcanzarlos, por lo que la subida impositiva es una elección
exclusiva del Gobierno, a pesar del desvío del centro de atención.
Dicha medida junto a otras ha retrotraído el consumo y disminuido la
recaudación, todo ante la atenta mirada de una Unión Europea que
rechaza abogar por estas medidas y condena el elevado desempleo.
Aunque la ciudadanía ha soportado
grandes esfuerzos y el Gobierno ha emprendido algunas reformas sobre
asuntos relevantes, las reformas esenciales para la supervivencia del
proyecto de convivencia social aún no se han planteado. Siguen siendo tareas pendientes la reducción del
tamaño de una Administración hipertrófica, la recuperación
estatal de competencias vitales como la educación y la sanidad, la
modernización de la organización territorial, una auténtica
transparencia y la separación de poderes. Mientras no se aborden esas cuestiones y se suprima
verdaderamente cualquier gasto superfluo, será difícilmente
justificable cualquier recorte social.
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