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miércoles, 18 de junio de 2014

Abraham Lincoln y nuestro tiempo

La Guerra de Secesión Norteamericana (1861-1865) ha sido uno de los episodios más traumáticos de la breve Historia de los Estados Unidos de América, suponiendo un choque entre dos visiones enfrentadas sobre el entendimiento de la organización territorial del Estado, la opinión de los padres fundadores hacia la institución de la esclavitud y la forma de entender la propia democracia.

La esclavitud corrió una suerte irregular en Estados Unidos, pues mientras el norte la prohibía expresamente o cuanto menos era observada como una realidad social abocada a la desaparición, en el sur estadounidense se sostenía gracias a la presunción del predominio blanco y por un oligopolio económico que la entendía como una institución legítima. Todo ello en un marco jurídico donde se entendía que la regulación sobre la esclavitud era competencia de los estados y no del poder federal.

Esta tensión entre dos concepciones contrapuestas y las múltiples batallas socio-legislativas, en un contexto de intereses económicos enfrentados, acabó desembocando en una guerra civil. Los estados del sur, presionados por la mayoría parlamentaria antiesclavista y convencidos de que lo conveniente era un fortalecimiento del poder y autonomía estatal frente al poder federal, decidieron proclamar su independencia y organizarse en torno a una confederación. Los métodos y medios que los oligarcas sureños utilizaron distaba mucho de ser un proceso democrático libre y apoyado por la población.

Ante esta situación de extrema gravedad y pasividad de los unionistas emerge Abraham Lincoln, quien alcanza la presidencia comenzada la guerra. Lincoln, abogado y político, había sufrido en su vida numerosos contratiempos, desde derrotas electorales y políticas hasta la muerte de uno de sus hijos. Su llegada al frente del Gobierno federal supuso una descarga eléctrica que permitió reaccionar a la Unión frente al desafío independentista. Lincoln conocía la importancia histórica de la guerra que se estaba librando, pues la supervivencia de la Unión significaba la supervivencia de la democracia. Y no sólo eso, detrás de todo aquello se planteaba un conflicto moral: el debate sobre la esclavitud.

El Presidente defendía que los hombres habían sido creados iguales por Dios, por lo que la esclavitud estaba condenada a desaparecer progresivamente en el sur, sin necesidad de medidas legislativas orientadas a erradicarla de golpe. Su postura le obligaría a tomar medidas durante la guerra que parecieron demasiado blandas a los republicanos radicales e inaceptables para los demócratas simpatizantes de la causa confederada, pues suponían una invasión ejecutiva y legislativa en las competencias estatales. Su pensamiento se condensó en la siguiente frase: “Si pudiera salvar la Unión sin liberar a ningún esclavo lo haría, y si pudiera salvarla liberando a todos los esclavos lo haría; y si pudiera salvarla liberando a algunos y dejando a otros, también lo haría”.

Aunque la guerra no empezó bien para los unionistas debido a la inexperiencia de su ejército y los indecisos generales que lo dirigían, Lincoln no desfalleció. Junto a la determinación presidencial la Unión contaba con la industria y superioridad numérica. Tras numerosos reveses el curso de la guerra cambió a favor de la Unión, a la par que decayó la posibilidad rebelde de reconocimiento internacional. Su disgregación y la inexistencia de un poder central fuerte fueron claves en su derrota. Durante el transcurso de la guerra el dilema moral de Lincoln se resolvió a favor de los esclavos: se declaró efectivamente la emancipación de los esclavos en todo el territorio nacional, incluyendo los estados independentistas.

Aunque en la práctica no tuvo una repercusión relevante y Lincoln se encontró ante un fuego cruzado de los dos extremos radicales, el Presidente tomó una decisión consecuente con la creencia de la fundamental igualdad de todos los hombres reconocida por la Constitución y que hundía sus raíces en las escrituras bíblicas y la fe cristiana. Lincoln estaba convencido de que cumplía con los designios del Creador.

Terminada la guerra y habiendo sobrevivido Estados Unidos, frente a lo que cabía esperar y las demandas de venganza, Lincoln lideró una política de apaciguamiento respecto a los vencidos. Creía que la mejor manera de preservar la Unión y cerrar heridas pasaba por reincorporar a los rebeldes a la vida nacional, sin rencor ni revanchismo. Esta noble intención se manifestó en la conmutación de penas de muerte, indultos, incorporación al ejército regular estadounidense de los sureños y la estricta limitación de confiscaciones. Sin embargo, la completa reconciliación nacional e inclusión social de los negros se retrasó hasta bien entrado el s.XX como consecuencia del asesinato del Presidente.

Desaparecido el mayor exponente de la reconciliación nacional y la moderación respecto a la desaparición de la esclavitud, los radicales republicanos se hicieron con el control del poder legislativo y ejecutivo, aprobando normas encaminadas a castigar a los rebeldes y usando para fines partidistas el voto negro. Como consecuencia de este radicalismo, se instituyó un sistema basado en el favoritismo y la corrupción, que tuvo como consecuencia la articulación de una respuesta legal por parte de los demócratas sureños que situaba a los negros en una posición jurídica y social inferior. Todo ello acompañado de actuaciones violentas de grupos radicales. La muerte de Lincoln y su política retrasó casi un siglo lo que podría haberse logrado en pocas décadas.

De este capítulo de la Historia norteamericana se extraen enseñanzas universales: la necesidad de defender férreamente la democracia, impidiendo que minorías la subviertan o chantajeen anteponiendo su sectarismo al resto de la nación. También es necesaria la firmeza ante quienes pretenden destruir lo que ha costado esfuerzo y sacrificio, frente a quienes atacan la obra democrática deben alzarse firmemente sus defensores. Asimismo, debe reconocerse la existencia de espacios que se elevan por encima del juego de las mayorías parlamentarias, y la conveniencia de una política de reconciliación nacional, consiguiendo una nación donde quepan todos, cerrando heridas y mirando hacia el futuro.

Por último, a pesar de la aconfesionalidad del Estado, no sería dañino que los líderes políticos confíen en un ente superior que conoce el destino de hombres y naciones, como hizo Lincoln. Y coherentemente, defiendan al pobre y oprimido, otorgándole igualdad de oportunidades. Es especialmente en España donde estas ideas necesitan ser practicadas.

domingo, 18 de agosto de 2013

"Los Miserables", de Víctor Hugo

Este artículo nace como reflexión sobre el contenido de cierta novela publicada en 1862 bajo el título de
“Los Miserables”, escrita por Víctor Hugo. Cualquiera ha oído mencionar este escritor y la gran altura intelectual de sus obras; quien haya profundizado en su figura habrá comprobado su vocación política y las consecuencias derivadas de su compromiso ideológico, como el exilio. Definitivamente, Víctor Hugo fue un destacado intelectual del siglo XIX y uno de los personajes más ilustres de la Historia contemporánea de Francia y Occidente.

Todos le atribuyen elogios sin ni tan siquiera haber leído previamente cualquiera de sus obras. Sin embargo, tras la lectura de “Los Miserables” lo expuesto anteriormente no varía un ápice; de hecho, las virtudes expuestas son incapaces de abarcar en su totalidad la grandeza del autor y su obra. Existe un antes y un después tras la lectura de esta novela; quien considere la literatura un goce aprenderá lecciones vitales, emprenderá una revisión interna que le llevará a crecer intelectual y espiritualmente. En todos los sentidos, esta obra de arte constituye un gran alimento para el alma inquieta que busca respuestas en el torbellino de la realidad, bajo la incorruptibilidad y coherencia de los principios.

“Los Miserables” constituye un monumento de reflexión filosófica, política y religiosa. Para un ser humano ávido de conocimiento y debate, esta novela representa una explosión de crítica hacia los hombres, los sistemas políticos y las leyes; y de denuncia hacia la hipocresía e incoherencia social. Interiorizar esta obra literaria permite al lector detener el tiempo en el dinamismo y vorágine social, fijar la vista en los más desfavorecidos y encontrar un amplio abanico de personajes: héroes, villanos y mártires. Además, cada capítulo se encuentra plagado de reflexiones que permiten navegar en el océano de los sentimientos más sublimes.

Víctor Hugo sitúa al lector en el contexto histórico del momento, impartiendo una magistral clase de Historia contemporánea y mostrando los defectos de la primera formulación del Estado liberal, testigo de la agonía del absolutismo. Durante el s.XVIII la monarquía absolutista frenó el avance del comercio y la economía; la seguridad que proporcionaba frente al feudalismo había pasado a mejor vida. Además, las aspiraciones de la burguesía pujante confrontaron con los estrictos controles y requisas estatales. La Ilustración y los precedentes históricos, combinados con el malestar social y la estrategia burguesa, constituyeron el caldo de cultivo para las dos grandes revoluciones del s.XVIII.

En un primer momento, los derechos y libertades eran efectivos únicamente para cierta minoría privilegiada, siendo muestra de ello el sufragio censitario. La Constitución representaba un mero marco político, de carácter programático y vulnerable a reformas arbitrarias, debido a la inexistencia de mecanismos jurídicos de aplicación y estabilidad temporal. Víctor Hugo recoge las demandas de la clase media y popular, ilustra de forma sublime el camino a seguir para la consecución del Estado social y democrático. En su línea visionaria, el escritor demanda un Estado más comprometido con los desfavorecidos, que proteja a aquellos pilluelos huérfanos de París y garante de unas condiciones dignas para los obreros.

Ese modelo de convivencia tan sólo aparecerá como fruto de la evolución del Estado liberal, presionado por las demandas de la clase media y el movimiento obrero, siendo grandes rivales ideológicos el fascismo y el socialismo. Será después de las dos conflagraciones mundiales cuando las Constituciones adquirirán auténtico carácter vinculante y asegurarán la existencia del Estado democrático y social, donde se lucha frente a las desgarradoras escenas que Víctor Hugo describe. También merece la pena mencionar su discurso en la Conferencia de la Paz de 1849 en París, donde el intelectual apuesta por la unidad de Europa consagrándose como precursor de la Unión Europea.

La persecución del policía Javert sobre Juan Valjean representa uno de los debates más prolíficos del Derecho, y es la no necesaria coincidencia entre legalidad y justicia. Víctor Hugo muestra que el cumplimiento de la ley no siempre es sinónimo de justicia, que la obediencia ciega a los códigos obviando principios morales puede conducir a excesos. La situación filosófico-jurídica francesa del s.XIX es reflejada perfectamente, predominando el tenor literal de los textos legales y la prohibición de cualquier clase de interpretación judicial. En definitiva, intentar evitar la arbitrariedad condujo a la obediencia ciega de la ley y al olvido del derecho natural, error que permitió al Estado nazi cometer los excesos del Holocausto amparándose en la ley.

Como conclusión, debemos tener en cuenta que el Estado democrático no es definitivo, es susceptible de sufrir retrocesos, siendo por ello un continuo aprendizaje. En esta línea, los ciudadanos deben ser críticos con la actuación de sus representantes, concienciarse sobre la importancia de su voto y el sacrificio que ha supuesto alcanzar la democracia.

domingo, 7 de julio de 2013

La reforma educativa

Vivimos en un momento histórico donde la educación es obligatoria y gratuita hasta determinada edad; atrás quedan épocas donde tan sólo un grupo de privilegiados accedían a la enseñanza. Además, España se encuentra entre los países que disponen de una red de ayudas y becas, a pesar del contexto económico y los recortes. No obstante, ciertos sectores preocupados únicamente por la educación cuando pierden el poder, han criticado duramente la reforma educativa y el decreto sobre becas.

La educación española es mejorable según los informes PISA y de la OCDE; a través de estos documentos quedan desmontados los mitos que rodean el sistema educativo. Es falso que España invierta poco en comparación con sus vecinos europeos; de hecho, el gasto por alumno y otros indicadores se encuentran en la media continental. La educación ha sufrido recortes, pero también es cierto que los resultados siguen siendo pésimos en épocas de bonanza y con una inversión mayor. Por lo tanto, existe un problema de fondo: el fracaso escolar no es una cuestión económica, sino de proyecto educativo. Corregir los defectos de una educación financiada correctamente, de pésimos resultados y que desincentiva al alumnado es el mayor reto al que se enfrenta la España del siglo XXI.

El fracaso educativo español tiene unos orígenes claros. En primer lugar, no existe un proyecto global, dado que las Comunidades Autónomas desarrollan la legislación educativa a su antojo; en segundo lugar, la enseñanza es inestable, asentándose en un dinamismo perpetuo donde es concebida como fruto de la tendencia política del ministro de turno. En tercer lugar, es imposible lograr buenos resultados donde equidad e igualdad se confunden con mediocridad, y la excelencia es impropia, en un intento deliberado de igualar hacia el mínimo a todos los estudiantes. Y en cuarto lugar, es difícil alcanzar la excelencia donde el espíritu crítico brilla por su ausencia y el profesorado está excesivamente politizado.

Las reformas propuestas por el ministro Wert se engloban en la costumbre española de concebir la educación como un asunto dependiente de la alternancia política; no obstante, suponen un claro avance abordando cuestiones relevantes. Con ciertos matices, es conveniente instaurar de forma activa la religión en las aulas, dado que los valores del cristianismo han contribuido de forma decisiva a la formación de la cultura europea, constituyendo junto a la filosofía griega y el derecho romano los pilares de Occidente. Alejándonos del debate sobre sotanas y catecismo, es positivo inculcar unos principios que se elevan sobre ideologías, sirviendo para conocer nuestras raíces y combatir el simplismo y la demagogia dominantes.

La Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa también aborda una cuestión relevante: el elevado excedente universitario y la masificación de las aulas, frente a una Formación Profesional desmerecida y despreciada, a pesar de ofrecer grandes posibilidades. Nos encontramos ante un dogma sociológico inexistente en el resto de Europa, según el cual cuando se finaliza la educación secundaria lo más sensato es emprender una carrera universitaria, sin plantearse previamente otras alternativas. El resultado de esta inercia social es la elección arbitraria de estudios, la desmotivación y el consiguiente abandono.

Por otra parte, las becas no deben ser entendidas como limosna y requieren de la necesaria correspondencia del alumno. Son muchas las críticas dirigidas contra José Ignacio Wert, pero éstas se derrumban cuando planteamos qué clase de educación queremos. Si pretendemos lograr una enseñanza y alumnos mediocres, continuemos tomando el cinco como punto de partida; por el contrario, si el objetivo es la excelencia, aumentar el rendimiento y no malgastar recursos públicos, barajemos la posibilidad de elevar la nota necesaria para acceder a una beca, promovamos el esfuerzo y la dedicación.

La oposición cree que los más humildes serán expulsados del sistema mientras los ricos, aunque tengan un rendimiento escaso, podrán permitirse el pago de una matrícula. Además, el impulso de la religión y la subvención a centros que segregan por sexo son medidas retrógradas según Rubalcaba, quien tacha al Gobierno de reaccionario mientras las universidades públicas están dominadas por una izquierda intolerante, populista y alejada de sus principios originales. Todo ello constituyen cortinas de humo que intentan ocultar el nefasto resultado de los planes educativos socialistas.

El éxito académico depende de la capacidad de sacrificio y no de la capacidad económica; acceder a la universidad no significa alcanzar intelecto, sabiduría o espíritu crítico, puesto que deben estar precedidos por la dedicación y el esfuerzo. Finalmente, debemos apostar por una educación de calidad, exigente y accesible a todos, entendida como asunto de Estado y promotora del espíritu crítico, lo cual significa cuestionar el monopolio de la razón y la intelectualidad arrogada por la izquierda durante tanto tiempo.



domingo, 21 de abril de 2013

El ser y el deber ser del modelo universitario actual.


El acceso a la educación universitaria supone un gran salto cualitativo. La universidad amplía nuestras fronteras intelectuales y pone a nuestro alcance la formación superior. Sin embargo, la entrada en la institución no sólo conlleva profundización en el conocimiento, sino un estilo de reflexión y estudio guiado por el espíritu racional y crítico.

Actualmente, la universidad pública española es poco selectiva, prescindiendo de filtros en búsqueda de la auténtica calidad. Profundizando en este sentido, ingresan personas que realmente no poseen vocación o que deciden incorporarse a la institución como consecuencia de la inercia social, conforme a la cual lo natural es iniciar estudios universitarios. De esta manera, la búsqueda de la verdad, el conocimiento y nuevos enfoques de la realidad no constituyen los motivos esenciales del ingreso en las facultades universitarias.

Nos encontramos ante un exceso de demanda que trae consigo la masificación de las aulas y el deterioro de la relación entre alumno y profesor, en un ambiente de mediocridad y desinterés donde los nombres se convierten en números. La masificación supone un despilfarro de los recursos públicos y los ingresos de las familias, quienes dilapidan su patrimonio en la formación universitaria de muchos jóvenes que ni tienen vocación ni son conscientes del privilegio que supone pertenecer a la institución universitaria.

Los jóvenes deben entender que están condenados al fracaso quienes entran en la universidad guiados por intereses superfluos, sin metas medianamente definidas, o conducidos por una sociedad que no se plantea otras salidas profesionales. El sustento de este razonamiento lo aportan las estadísticas: masificación de las aulas de primero de grado y un número reducido de graduados finales. Debemos entender que a pesar de terminar la aventura universitaria los mejor preparados, el despilfarro de los recursos públicos y familiares es irreparable.

Para contrarrestar esta tendencia deben aplicarse estrictos controles en la entrega de becas públicas y la instauración de mayores filtros no aplicables al ámbito económico con el aumento de tasas, sino elevando las exigencias y notas de acceso. También es fundamental la puesta en marcha de un programa educativo estable en el tiempo, por encima de ideologías e inmune a las reformas políticas del Gobierno de turno.

El funcionamiento universitario deficiente no es consecuencia única de los alumnos, el borreguismo imperante o el desinterés de los padres en la formación y vocación intelectual de sus hijos, sino que también son responsables las autoridades universitarias y los programas educativos. Bolonia y la legislación europea condicionan el planteamiento y estructuración de las clases universitarias, pero es difícil aceptar que la implantación del grado europeo amordace la autonomía universitaria española de tal forma que la chabacanería y la desidia sean el ambiente imperante en las facultades.

En este sentido, la universidad no es una institución divina, sino una institución formada por personas y guiada por profesionales encargados de poner en práctica desde la organización y la logística los valores que presiden la institución. Por lo tanto, estos profesionales asumen gran parte de la responsabilidad en el triunfo o fracaso del proyecto, así como del prestigio y eficacia del centro.

En el caso de la universidad pública canaria, es difícil alcanzar el máximo rendimiento mediante un reducido horario presencial que ocupa de lunes a miércoles. Tampoco es idóneo que asignaturas cuatrimestrales distribuidas en clases teóricas, prácticas y seminarios sean impartidas por tres docentes diferentes, al mismo tiempo que se apuesta por la personalización de la enseñanza. Todo ello desencadena un contexto en el que las primeras víctimas son la constancia y el aprendizaje significativo.

Desde una perspectiva optimista, nos enfrentamos a una tendencia extendida y generalizada pero cuyas coordenadas están claramente delimitadas, conociendo sus causas y consecuencias. De esta forma, sabemos cuáles son las herramientas que deben emplearse para convertir las facultades en centros de auténtica intelectualidad, presidida por el espíritu crítico y alejada de tergiversaciones ideológicas. Debemos apostar por un modelo universitario elitista donde exista igualdad de oportunidades para quienes no dispongan de recursos económicos y posean talento, espíritu de superación y ambición.

En este modelo intelectualmente elitista no deberían olvidarse los valores morales directores de cualquier actividad personal o profesional, ya que ese canon universitario fracasará si prescinde del enfoque humano y social. Conceder una importancia desorbitada al conocimiento teórico sin subordinarlo al progreso y bienestar social significaría incurrir en un grave error.

En definitiva, el modelo universitario propuesto debe favorecer el ambiente para el desarrollo del espíritu crítico, aportar nuevos enfoques a una sociedad excesivamente maleable y contribuir al progreso de nuestro país.