domingo, 21 de abril de 2013

El ser y el deber ser del modelo universitario actual.


El acceso a la educación universitaria supone un gran salto cualitativo. La universidad amplía nuestras fronteras intelectuales y pone a nuestro alcance la formación superior. Sin embargo, la entrada en la institución no sólo conlleva profundización en el conocimiento, sino un estilo de reflexión y estudio guiado por el espíritu racional y crítico.

Actualmente, la universidad pública española es poco selectiva, prescindiendo de filtros en búsqueda de la auténtica calidad. Profundizando en este sentido, ingresan personas que realmente no poseen vocación o que deciden incorporarse a la institución como consecuencia de la inercia social, conforme a la cual lo natural es iniciar estudios universitarios. De esta manera, la búsqueda de la verdad, el conocimiento y nuevos enfoques de la realidad no constituyen los motivos esenciales del ingreso en las facultades universitarias.

Nos encontramos ante un exceso de demanda que trae consigo la masificación de las aulas y el deterioro de la relación entre alumno y profesor, en un ambiente de mediocridad y desinterés donde los nombres se convierten en números. La masificación supone un despilfarro de los recursos públicos y los ingresos de las familias, quienes dilapidan su patrimonio en la formación universitaria de muchos jóvenes que ni tienen vocación ni son conscientes del privilegio que supone pertenecer a la institución universitaria.

Los jóvenes deben entender que están condenados al fracaso quienes entran en la universidad guiados por intereses superfluos, sin metas medianamente definidas, o conducidos por una sociedad que no se plantea otras salidas profesionales. El sustento de este razonamiento lo aportan las estadísticas: masificación de las aulas de primero de grado y un número reducido de graduados finales. Debemos entender que a pesar de terminar la aventura universitaria los mejor preparados, el despilfarro de los recursos públicos y familiares es irreparable.

Para contrarrestar esta tendencia deben aplicarse estrictos controles en la entrega de becas públicas y la instauración de mayores filtros no aplicables al ámbito económico con el aumento de tasas, sino elevando las exigencias y notas de acceso. También es fundamental la puesta en marcha de un programa educativo estable en el tiempo, por encima de ideologías e inmune a las reformas políticas del Gobierno de turno.

El funcionamiento universitario deficiente no es consecuencia única de los alumnos, el borreguismo imperante o el desinterés de los padres en la formación y vocación intelectual de sus hijos, sino que también son responsables las autoridades universitarias y los programas educativos. Bolonia y la legislación europea condicionan el planteamiento y estructuración de las clases universitarias, pero es difícil aceptar que la implantación del grado europeo amordace la autonomía universitaria española de tal forma que la chabacanería y la desidia sean el ambiente imperante en las facultades.

En este sentido, la universidad no es una institución divina, sino una institución formada por personas y guiada por profesionales encargados de poner en práctica desde la organización y la logística los valores que presiden la institución. Por lo tanto, estos profesionales asumen gran parte de la responsabilidad en el triunfo o fracaso del proyecto, así como del prestigio y eficacia del centro.

En el caso de la universidad pública canaria, es difícil alcanzar el máximo rendimiento mediante un reducido horario presencial que ocupa de lunes a miércoles. Tampoco es idóneo que asignaturas cuatrimestrales distribuidas en clases teóricas, prácticas y seminarios sean impartidas por tres docentes diferentes, al mismo tiempo que se apuesta por la personalización de la enseñanza. Todo ello desencadena un contexto en el que las primeras víctimas son la constancia y el aprendizaje significativo.

Desde una perspectiva optimista, nos enfrentamos a una tendencia extendida y generalizada pero cuyas coordenadas están claramente delimitadas, conociendo sus causas y consecuencias. De esta forma, sabemos cuáles son las herramientas que deben emplearse para convertir las facultades en centros de auténtica intelectualidad, presidida por el espíritu crítico y alejada de tergiversaciones ideológicas. Debemos apostar por un modelo universitario elitista donde exista igualdad de oportunidades para quienes no dispongan de recursos económicos y posean talento, espíritu de superación y ambición.

En este modelo intelectualmente elitista no deberían olvidarse los valores morales directores de cualquier actividad personal o profesional, ya que ese canon universitario fracasará si prescinde del enfoque humano y social. Conceder una importancia desorbitada al conocimiento teórico sin subordinarlo al progreso y bienestar social significaría incurrir en un grave error.

En definitiva, el modelo universitario propuesto debe favorecer el ambiente para el desarrollo del espíritu crítico, aportar nuevos enfoques a una sociedad excesivamente maleable y contribuir al progreso de nuestro país.


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