viernes, 25 de enero de 2013

Nacionalismo, el sarampión de la Humanidad


El presidente de la Generalitat y su equipo de Gobierno ignoran que en democracia existen ciertos campos de actuación en los cuales una mayoría parlamentaria no es suficiente, ni menos aún una mayoría absoluta. Existen espacios de libertad en los que las instituciones deben procurar especial protección y respeto. Esto recuerda a un famoso debate que tuvo lugar entre las fuerzas políticas de la Segunda República: la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales.

Por una parte, algunos se oponían a la instauración de un tribunal de esa naturaleza, alegando que la carta magna debía ser defendida mediante la acción política. Por el contrario, desde una perspectiva más coherente, otro sector defendía la necesidad de la existencia de un Tribunal Constitucional que garantizase las libertades y derechos de las minorías y del conjunto de la sociedad al mismo tiempo, impidiendo su vulneración por la mayoría parlamentaria de turno.

Es muy fácil extrapolar esta situación a nuestra España actual, donde una mayoría parlamentaria intenta imponer de forma unilateral la visión de su electorado sobre el resto de la sociedad catalana, y más generalmente sobre la sociedad española. Este nacionalismo autoritario, preludio de una ideología pseudofascista, es uno de los elementos que más daño e inestabilidad pueden causar a nuestra democracia.

Para el nacionalismo sólo existe una visión de Cataluña que debe ser impuesta sobre cualquier otra concepción pluralista de la sociedad, inspirándose al modo fascista en una raza ideal y hermética, ignorando que el origen de muchos catalanes se remonta a los movimientos migratorios procedentes del sur peninsular que ayudaron al desarrollo industrial catalán. Además, este nacionalismo con tintes fascistas, utiliza la acción política para asfixiar a sus contrincantes y perseguir cualquier oposición, obstaculizando la escolarización en castellano y subvencionando ciertos colectivos para que transmitan una visión única de Cataluña, la visión secesionista.

¿Qué hará el Estado catalán con aquellos que quieran seguir siendo españoles? ¿Serán declarados enemigos del Estado y exiliados? ¿Qué hará con aquellos catalanes que quieran escolarizar a sus hijos en castellano? ¿Cómo justificará el Gobierno catalán que tras la independencia Cataluña siga sumida en una profunda crisis económica? ¿Seguirá culpando al diabólico y opresor Estado español?

Muchos reivindican que Cataluña pueda decidir libremente, al margen de la opinión que al resto del país merezca tal trascendental asunto. Valoremos esta opción cuando los defensores de la unidad nacional estén en igualdad de condiciones frente a los separatistas. Esto significa abordar el derecho a decidir cuando en Cataluña se enseñe la Historia de España sin tergiversaciones y alejada del adoctrinamiento educativo nacionalista.

No obstante, comprendo la dificultad que supone enseñar en la escuela vasca, catalana y canaria, una Historia apasionante de España con sus éxitos y sus fracasos. Me pregunto qué ocurriría si se explicase que siempre existió una conciencia de unidad entre los diferentes reino hispánicos, el Regnum Hispaniae; y si se dijese que la unificación del Derecho supuso la entrada de España (y por tanto de Cataluña) en la Modernidad. Es fácil imaginar la indignación nacionalista cuando se desmonten los mitos del expolio, la Guerra de Sucesión y demás tergiversaciones históricas.

El nacionalismo tiene la intención de apuntillar a la debilitada España y hacerse amo y señor de Cataluña utilizando los volátiles sentimientos. Los catalanes deben entender que el enemigo no es España, sino la división orquestada por cierta casta política que no sabe cómo maquillar sus fracasos, corruptelas y despropósitos.

En un contexto de decadencia institucional, política, económica y social, la única posibilidad de que España sobreviva pasa por la creación de un ambicioso proyecto nacional que renueve el pacto constitucional de 1978 y en el que todos sumemos. En ese renovado proyecto es imprescindible que a las instituciones no les tiemble la mano a la hora de asegurar el papel de la Constitución como norma jurídica suprema.