martes, 27 de agosto de 2013

La cuestión gibraltareña

Para abordar el asunto gibraltareño debemos retroceder hasta sus orígenes históricos, lo cual nos hará comprender perfectamente el dolor que produce en España la posesión británica de la Roca. Todo comienza con la Guerra de Sucesión española a principios del siglo XVIII, cuando el último monarca Habsburgo, falleciendo sin descendencia, entregó la corona española a Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV. El temor a la ruptura del equilibrio continental debido a una posible alianza entre franceses y españoles, con la consecuente hegemonía franco-española en Europa, llevó a Inglaterra y otros países a proponer un candidato alternativo: el archiduque Carlos.

Estas circunstancias condujeron al estallido de una nueva guerra y la división civil española. El desenlace del conflicto supuso para España algo más que pérdidas territoriales y la extinción de su hegemonía en Europa; significó la completa implantación de la Monarquía absolutista. En este sentido, si bien Felipe V respetó los fueros vascos, la Corona de Aragón perdió la mínima autonomía que le quedaba, pasando a reformarse al estilo francés la organización territorial. En otras palabras, Felipe V impuso un control centralista del Estado, tal y como Olivares recomendó a Felipe IV en 1624. En definitiva, las instituciones aragonesas de control del poder real fueron liquidadas por los Decretos de Nueva Planta.

En estas líneas nos hemos limitado a realizar un análisis histórico-jurídico de lo que supuso la llegada de los Borbones a España; pero lamentablemente, son muchos los análisis subjetivos que se hacen de esta etapa de nuestra Historia, convirtiendo algunos episodios en baluartes nacionalistas. Un ejemplo puede ser Rafael Casanova y la Diada, quienes en ningún momento estuvieron vinculados con el independentismo, sino con la visión particular que cada bando tenía sobre la España de aquella época.

Retomando el asunto meramente territorial, las tropas anglo-holandesas tomando posiciones en la guerra civil en nombre del archiduque, ocuparon Gibraltar, y en contra de lo que debiera esperarse, el Peñón fue tomado en nombre del monarca inglés. Este acto contrariaba cualquier norma moral o de caballería, puesto que España no se encontraba propiamente en guerra con la Gran Bretaña, ni debe olvidarse que esta nación únicamente tomaba partido en una guerra civil. Dicho punto de vista no es parcial, puesto que han sido muchas las voces británicas ilustres que han condenado este episodio, como Sir Robert Gardiner, John Bright, William Atkinson, Holliday Sutherland y Arnold Toynbee.

Dicha situación fue ratificada posteriormente en el Tratado de Utrecht de 1715, donde se reconocía a Felipe de Anjou como rey de España a cambio de ciertas condiciones, como la imposibilidad de que España y Francia estuvieran bajo el mismo trono y la pérdida de algunos territorios como Gibraltar. La situación de la colonia era bastante precaria, ya que estaba incomunicada del resto del territorio español, contando únicamente con la fortaleza y las aguas del puerto, sin ningún tipo de aguas jurisdiccionales. A partir de ese momento, la supervivencia de la colonia ha estado basada en actividades fraudulentas; debiendo añadirse la desobediencia continua al tratado y las leyes por parte de las autoridades del Peñón, quienes favorecidos por ciertos acontecimientos históricos aprovecharon para extenderse territorialmente.

Desde el s.XVIII los intentos de recuperar la posesión de la plaza fueron continuos, quedando abierta una herida que sigue sin cicatrizar. A lo largo del s.XX se lograron algunos avances considerables como la inclusión de Gibraltar por parte de la ONU en la lista de territorios a descolonizar. En pleno s.XXI, el derecho internacional y las leyes amparan las pretensiones españolas, siendo muestra de ello la sentencia del TJUE relativa a las aguas jurisdiccionales. Por otra parte, esquivando la cuestión de la soberanía y el patriotismo, al cual se atribuye erróneamente la razón de denunciar una injusticia, es obvio que Gibraltar infringe las leyes, siendo menester sancionar los atropellos de acuerdo a la legalidad.

El lanzamiento de hormigón al mar y el acoso a pescadores andaluces no es un plan preestablecido del Gobierno español, cuyas acertadas respuestas en este asunto deben ser respaldadas por la ciudadanía y la oposición. Picardo, en la engañosa seguridad del cacique, ha subestimado a los conservadores, creyendo que continuarían la línea de aceptación de hechos consumados de los últimos años. El líder gibraltareño pensó que el Gobierno de España seguía siendo partidario de la inclusión de la Roca, sin voz ni voto y cuya política exterior depende del Reino Unido, en las negociaciones. Afortunadamente, atrás quedan las torpezas de Moratinos y compañía, para quienes España era un “concepto discutido y discutible”.

Si nos ajustamos a lo dispuesto en el propio tratado de Utrecht, no se contempla la autonomía ni la independencia de la colonia, sino únicamente se expresa la preferencia del Reino de España en caso de enajenación del territorio por parte del Reino Unido. Por lo tanto, no cabe otra solución al conflicto que no sea la devolución del territorio a manos españolas. Mientras eso no ocurra, deben dejarse claras las intenciones españolas, procurando que la alternancia en el poder no suponga un giro de la política exterior respecto a Gibraltar. Todo ello transmitirá una imagen de seguridad a la comunidad internacional, frenando el deterioro de nuestra maltrecha reputación.

Por último, conviene mencionar ciertos intereses económicos perversos que reinan en la colonia británica, constituyendo el principal escollo para la devolución. Debe denunciarse su papel como paraíso fiscal y las prácticas irregulares que acoge; en este sentido, España debe perseguir el fraude, el engaño de las sociedades fantasma, cumplir las leyes y no recular bajo ningún concepto en sus exigencias.

domingo, 18 de agosto de 2013

"Los Miserables", de Víctor Hugo

Este artículo nace como reflexión sobre el contenido de cierta novela publicada en 1862 bajo el título de
“Los Miserables”, escrita por Víctor Hugo. Cualquiera ha oído mencionar este escritor y la gran altura intelectual de sus obras; quien haya profundizado en su figura habrá comprobado su vocación política y las consecuencias derivadas de su compromiso ideológico, como el exilio. Definitivamente, Víctor Hugo fue un destacado intelectual del siglo XIX y uno de los personajes más ilustres de la Historia contemporánea de Francia y Occidente.

Todos le atribuyen elogios sin ni tan siquiera haber leído previamente cualquiera de sus obras. Sin embargo, tras la lectura de “Los Miserables” lo expuesto anteriormente no varía un ápice; de hecho, las virtudes expuestas son incapaces de abarcar en su totalidad la grandeza del autor y su obra. Existe un antes y un después tras la lectura de esta novela; quien considere la literatura un goce aprenderá lecciones vitales, emprenderá una revisión interna que le llevará a crecer intelectual y espiritualmente. En todos los sentidos, esta obra de arte constituye un gran alimento para el alma inquieta que busca respuestas en el torbellino de la realidad, bajo la incorruptibilidad y coherencia de los principios.

“Los Miserables” constituye un monumento de reflexión filosófica, política y religiosa. Para un ser humano ávido de conocimiento y debate, esta novela representa una explosión de crítica hacia los hombres, los sistemas políticos y las leyes; y de denuncia hacia la hipocresía e incoherencia social. Interiorizar esta obra literaria permite al lector detener el tiempo en el dinamismo y vorágine social, fijar la vista en los más desfavorecidos y encontrar un amplio abanico de personajes: héroes, villanos y mártires. Además, cada capítulo se encuentra plagado de reflexiones que permiten navegar en el océano de los sentimientos más sublimes.

Víctor Hugo sitúa al lector en el contexto histórico del momento, impartiendo una magistral clase de Historia contemporánea y mostrando los defectos de la primera formulación del Estado liberal, testigo de la agonía del absolutismo. Durante el s.XVIII la monarquía absolutista frenó el avance del comercio y la economía; la seguridad que proporcionaba frente al feudalismo había pasado a mejor vida. Además, las aspiraciones de la burguesía pujante confrontaron con los estrictos controles y requisas estatales. La Ilustración y los precedentes históricos, combinados con el malestar social y la estrategia burguesa, constituyeron el caldo de cultivo para las dos grandes revoluciones del s.XVIII.

En un primer momento, los derechos y libertades eran efectivos únicamente para cierta minoría privilegiada, siendo muestra de ello el sufragio censitario. La Constitución representaba un mero marco político, de carácter programático y vulnerable a reformas arbitrarias, debido a la inexistencia de mecanismos jurídicos de aplicación y estabilidad temporal. Víctor Hugo recoge las demandas de la clase media y popular, ilustra de forma sublime el camino a seguir para la consecución del Estado social y democrático. En su línea visionaria, el escritor demanda un Estado más comprometido con los desfavorecidos, que proteja a aquellos pilluelos huérfanos de París y garante de unas condiciones dignas para los obreros.

Ese modelo de convivencia tan sólo aparecerá como fruto de la evolución del Estado liberal, presionado por las demandas de la clase media y el movimiento obrero, siendo grandes rivales ideológicos el fascismo y el socialismo. Será después de las dos conflagraciones mundiales cuando las Constituciones adquirirán auténtico carácter vinculante y asegurarán la existencia del Estado democrático y social, donde se lucha frente a las desgarradoras escenas que Víctor Hugo describe. También merece la pena mencionar su discurso en la Conferencia de la Paz de 1849 en París, donde el intelectual apuesta por la unidad de Europa consagrándose como precursor de la Unión Europea.

La persecución del policía Javert sobre Juan Valjean representa uno de los debates más prolíficos del Derecho, y es la no necesaria coincidencia entre legalidad y justicia. Víctor Hugo muestra que el cumplimiento de la ley no siempre es sinónimo de justicia, que la obediencia ciega a los códigos obviando principios morales puede conducir a excesos. La situación filosófico-jurídica francesa del s.XIX es reflejada perfectamente, predominando el tenor literal de los textos legales y la prohibición de cualquier clase de interpretación judicial. En definitiva, intentar evitar la arbitrariedad condujo a la obediencia ciega de la ley y al olvido del derecho natural, error que permitió al Estado nazi cometer los excesos del Holocausto amparándose en la ley.

Como conclusión, debemos tener en cuenta que el Estado democrático no es definitivo, es susceptible de sufrir retrocesos, siendo por ello un continuo aprendizaje. En esta línea, los ciudadanos deben ser críticos con la actuación de sus representantes, concienciarse sobre la importancia de su voto y el sacrificio que ha supuesto alcanzar la democracia.