Para abordar el asunto gibraltareño
debemos retroceder hasta sus orígenes históricos, lo cual nos hará comprender perfectamente el dolor que produce en España la posesión
británica de la Roca. Todo comienza con la Guerra de Sucesión
española a principios del siglo XVIII, cuando el último monarca
Habsburgo, falleciendo sin descendencia, entregó la corona española
a Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV. El temor a la
ruptura del equilibrio continental debido a una posible alianza entre
franceses y españoles, con la consecuente hegemonía franco-española
en Europa, llevó a Inglaterra y otros países a proponer un
candidato alternativo: el archiduque Carlos.
Estas circunstancias condujeron al
estallido de una nueva guerra y la división civil española. El
desenlace del conflicto supuso para España algo más que pérdidas
territoriales y la extinción de su hegemonía en Europa; significó
la completa implantación de la Monarquía absolutista. En este
sentido, si bien Felipe V respetó los fueros vascos, la Corona de
Aragón perdió la mínima autonomía que le quedaba, pasando a
reformarse al estilo francés la organización territorial. En otras
palabras, Felipe V impuso un control centralista del Estado, tal y
como Olivares recomendó a Felipe IV en 1624. En definitiva, las
instituciones aragonesas de control del poder real fueron liquidadas
por los Decretos de Nueva Planta.
En estas líneas nos hemos limitado a
realizar un análisis histórico-jurídico de lo que supuso la
llegada de los Borbones a España; pero lamentablemente, son muchos
los análisis subjetivos que se hacen de esta etapa de nuestra
Historia, convirtiendo algunos episodios en baluartes nacionalistas.
Un ejemplo puede ser Rafael Casanova y la Diada, quienes en ningún
momento estuvieron vinculados con el independentismo, sino con la
visión particular que cada bando tenía sobre la España de aquella
época.
Retomando el asunto meramente
territorial, las tropas anglo-holandesas tomando posiciones en la
guerra civil en nombre del archiduque, ocuparon Gibraltar, y en
contra de lo que debiera esperarse, el Peñón fue tomado en nombre
del monarca inglés. Este acto contrariaba cualquier norma moral o de
caballería, puesto que España no se encontraba propiamente en
guerra con la Gran Bretaña, ni debe olvidarse que esta nación
únicamente tomaba partido en una guerra civil. Dicho punto de vista
no es parcial, puesto que han sido muchas las voces británicas
ilustres que han condenado este episodio, como Sir Robert Gardiner,
John Bright, William Atkinson, Holliday Sutherland y Arnold Toynbee.
Dicha situación fue ratificada
posteriormente en el Tratado de Utrecht de 1715, donde se reconocía
a Felipe de Anjou como rey de España a cambio de ciertas
condiciones, como la imposibilidad de que España y Francia
estuvieran bajo el mismo trono y la pérdida de algunos territorios
como Gibraltar. La situación de la colonia era bastante precaria, ya
que estaba incomunicada del resto del territorio español, contando
únicamente con la fortaleza y las aguas del puerto, sin ningún tipo
de aguas jurisdiccionales. A partir de ese momento, la supervivencia
de la colonia ha estado basada en actividades fraudulentas; debiendo
añadirse la desobediencia continua al tratado y las leyes por parte
de las autoridades del Peñón, quienes favorecidos por ciertos
acontecimientos históricos aprovecharon para extenderse
territorialmente.
Desde el s.XVIII los intentos de
recuperar la posesión de la plaza fueron continuos, quedando abierta
una herida que sigue sin cicatrizar. A lo largo del s.XX se lograron
algunos avances considerables como la inclusión de Gibraltar por
parte de la ONU en la lista de territorios a descolonizar. En pleno
s.XXI, el derecho internacional y las leyes amparan las
pretensiones españolas, siendo muestra de ello la sentencia del TJUE
relativa a las aguas jurisdiccionales. Por otra parte, esquivando la
cuestión de la soberanía y el patriotismo, al cual se atribuye
erróneamente la razón de denunciar una injusticia, es obvio que
Gibraltar infringe las leyes, siendo menester sancionar los
atropellos de acuerdo a la legalidad.
El lanzamiento de hormigón al mar y el
acoso a pescadores andaluces no es un plan preestablecido del
Gobierno español, cuyas acertadas respuestas en este asunto deben
ser respaldadas por la ciudadanía y la oposición. Picardo, en la
engañosa seguridad del cacique, ha subestimado a los conservadores,
creyendo que continuarían la línea de aceptación de hechos
consumados de los últimos años. El líder gibraltareño pensó que
el Gobierno de España seguía siendo partidario de la inclusión de
la Roca, sin voz ni voto y cuya política exterior depende del Reino
Unido, en las negociaciones. Afortunadamente, atrás quedan las
torpezas de Moratinos y compañía, para quienes España era un
“concepto discutido y discutible”.
Si nos ajustamos a lo dispuesto en el
propio tratado de Utrecht, no se contempla la autonomía ni la
independencia de la colonia, sino únicamente se expresa la
preferencia del Reino de España en caso de enajenación del
territorio por parte del Reino Unido. Por lo tanto, no cabe otra
solución al conflicto que no sea la devolución del territorio a
manos españolas. Mientras eso no ocurra, deben dejarse claras las
intenciones españolas, procurando que la alternancia en el poder no
suponga un giro de la política exterior respecto a Gibraltar. Todo
ello transmitirá una imagen de seguridad a la comunidad
internacional, frenando el deterioro de nuestra maltrecha reputación.
Por último, conviene mencionar ciertos
intereses económicos perversos que reinan en la colonia británica,
constituyendo el principal escollo para la devolución. Debe
denunciarse su papel como paraíso fiscal y las prácticas
irregulares que acoge; en este sentido, España debe perseguir el
fraude, el engaño de las sociedades fantasma, cumplir las leyes y no
recular bajo ningún concepto en sus exigencias.