Tras la muerte de Hugo Chávez y
siguiendo los mandatos constitucionales, se convocaron elecciones presidenciales en Venezuela, iniciándose un nuevo
capítulo en la historia del país caribeño. El vuelco electoral con
respecto a las elecciones de octubre sorprendió a la comunidad
internacional: la oposición venezolana había logrado recortar una
distancia de catorce puntos hasta la mínima (1,83 puntos). Los datos
demostraban que el heredero del régimen bolivariano había sido
rechazado incluso entre gran parte de su electorado.
Sin embargo, es dudosa la raquítica
victoria de Nicolás Maduro puesto que resulta difícil concebir que
contando con los resortes y mecanismo del poder estatal para
coaccionar el voto y pervertir las elecciones, tan sólo haya logrado
200.000 votos sobre Henrique Capriles. De esta manera, queda
planteada una gran incógnita: ¿y si realmente el ganador ha sido
Capriles y los resultados se han manipulado más de lo habitual?
La izquierda española, haciendo un
guiño a los regímenes autoritarios, respalda el resultado electoral
mientras alaba la fiabilidad y modernidad del sistema electoral
venezolano. Por su parte, el Gobierno español ha reconocido
torpemente al Gobierno de Nicolás Maduro pese a su ilegitimidad,
prepotencia y sesgo autoritario. Tanto el gobierno como la izquierda
deberían preguntarse en qué medida es fiable un recuento electoral
telemático y el grado de moralidad y ética del llamado “voto
asistido”.
Estos resultados electorales evidencian
el desmoronamiento del socialismo del siglo XXI. Durante años el
Gobierno ha estado subvencionando directamente a los sectores
populares de la sociedad, en vez de enseñar a generar riqueza e
inculcar la autonomía personal. La subvención directa ha logrado
captar el voto de los más desfavorecidos pero en ningún caso ha
reportado bienestar, puesto que la pobreza se combate instruyendo en
la cultura del trabajo, el esfuerzo y la igualdad de oportunidades.
En definitiva, constituye un planteamiento erróneo lograr el
progreso social mediante la persecución indiscriminada de la riqueza,
la colectivización de la propiedad y la planificación estatal en
todos los aspectos de la vida.
Estas elecciones supondrán un avance
hacia la instauración formal de una dictadura comunista; y es que el
país se ha caracterizado por ser un Estado híbrido, una
pseudodemocracia con tintes totalitarios propios del fascismo y con una dosis importante de populismo que moviliza masas.
El chavismo se despojará del envoltorio democrático y reprimirá
con el poder desatado del Estado cualquier foco opositor; y es que la
intención de radicalizar la revolución socialista se extrae de las
declaraciones de la ministra del servicio penitenciario de Venezuela
(“Nadie va a atentar contra ti, pero estoy preparando la celda
donde vas a tener que ir a purgar tus crímenes, porque eres un
fascista y un asesino”) y el presidente electo (“Capriles
fascista, me encargaré personalmente que pagues por todo el daño
que estás haciendo a nuestra patria y a nuestro pueblo”).
Los opositores no están enfrentándose
al planteamiento gubernamental, sino a un proyecto estatal: el
Gobierno venezolano se ha apropiado del Estado, convirtiéndolo en
propiedad de la revolución socialista. No resulta fácil defender
las ideas de cambio en un Estado no neutral donde el oficialismo
moviliza sus bases y utiliza la coacción para alcanzar la victoria.
En este sentido, es digno de admiración el esfuerzo realizado por la
oposición venezolana cuestionando abiertamente las políticas
bolivarianas en el campo de las ideas.
Venezuela es más pobre que hace
catorce años, crece a un ritmo más lento que sus vecinos
continentales y es el segundo país más violento de América latina,
panorama complementado por datos nada reconfortantes como el
descenso de la producción petrolera y una galopante inflación. En
esta pésima situación, Capriles representa un movimiento de cambio y
renovación, conociendo las fórmulas que situarán a Venezuela en el
lugar que le corresponde como potencia emergente: aumento de la
producción, internacionalización de la economía y lucha firme
contra la delincuencia.
En definitiva, no puede hablarse de
democracia donde no existe separación nítida de poderes; tampoco donde los miembros del Consejo Nacional Electoral son elegidos
por el Gobierno, y menos aún donde los funcionarios ven
condicionada su libertad para votar. Y por último, tampoco puede existir
democracia en un Estado donde el presidente electo dice ser “hijo”
y “heredero” del anterior presidente, puesto que en democracia existen líderes y estadistas, pero nunca herederos.